lunes, 9 de diciembre de 2024

Ayacucho 1824


      Un remoto lugar del interior del Perú, una de las perlas de la Corona, fue el escenario de la etapa final del tormentoso camino hacia la separación traumática de los territorios de Hispanoamérica, aunque aún quedaran algunos irreductibles que resistirían asediados en otros lugares, cuales galos de Astérix y Obélix, algún añito más. 

      Todo empezó casi veinte años antes cuando el ideólogo y precursor de las secesiones de aquellos territorios de ultramar se embarcó en una fallida aventura. Tuvo suerte de no estar en este mundo para ver las etapas finales y el desenlace de aquélla. De cómo sus pretendidos benefactores se acabarían adueñando de facto de la América Hispana. Y tampoco contempló la evolución de aquel conflicto den el que, como buena guerra en familia, salió todo lo peor de la especie humana - y sólo en contadas veces, lo mejor. 

      No valió que los territorios peninsulares europeos necesitaran más que nunca de la ayuda de esas tierras de al otro lado del océano ante la invasión de los ejércitos del pequeño corso. Nadie de los alzados en armas pensó en lo que perderían con la ruptura; tan sólo en los beneficios a título propio. Ni tampoco les importó que en algún momento desde la metrópoli gaditana surgiera un atisbo de libertades para la burguesía - criollos incluidos. Todo para que, al final, las supuestas libertades obtenidas vinieran de la mano de esclavitudes aún peores. 

Ironías del destino: parece condenado a contemplar el monumento representativo 
del movimiento que sí habría podido traer libertad y paz a su tierra natal.

      De la batalla se conoce casi todo. De cómo aquel año empezó con la suerte favorable a las armas del Rey. Sin embargo, las omnipresentes disensiones internas, unido a un choque preliminar con resultado adverso inesperado que reduce la moral de las tropas, más la determinación de los alzados por consumar la victoria tiraron por tierra todo lo conservado con tanto esfuerzo.  Así se llegó al enfrentamiento final en clara desventaja, siendo el resultado el esperable. Bueno, hay incluso quien duda que se produjera tal choque, y que resultó ser la pantomima de una suerte de rendición pactada entre adversarios de armas que compartían ideologías políticas similares. Qué más da.

     Así, al pasar hará un par de meses junto a la Casa de las Cuatro Torres en Cádiz, y contemplar la estatua de Francisco de Miranda orientada hacia el suroeste - posiblemente hacia las tierras de la antaño próspera Nueva Granada - en lugar prominente de la Plaza Argüelles, vinieron a la mente un par de preguntas: ¿Qué hacía (hace) esa estatua allí? ¿Cómo podían estar esas lápidas conmemorativas dedicadas a tan egregio personaje? En mi tierra, mi ciudad. Toda una afrenta a aquéllos que sirvieron en el bando opuesto - liberales o realistas - en defensa de la vida en común de los pueblos hispánicos que no tienen ni una miserable calle rotulada en su tierra.

      Ya sabemos cómo terminaron las utopías y ambiciones de los que tomaron el testigo de D. Francisco.  Y cómo todo se consumó al final de la primavera austral de 1824, final del otoño por estos lares. De aquellos polvos... Menos mal que D. Benito vio material en todo aquel desaguisado para una novela de primera. 




Nota: Fotos tomadas con cámara Xiaomi Redmi Note 13 Pro; editadas con Microsoft Fotos y Windows Paint 


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